A las dos y cinco, en aquella semiluz apesadumbrada
a la hora en la que las ideas decidían salir a volar,
allí con su queridísimo y fiel amigo can,
dormido pero soñando carreras nunca celebradas,
justo a esa hora visualizaba ansiados criptogramas.
Años buscando palabras clave, excepcionales conceptos,
horas y horas investigando el diccionario sin éxito.
Días sin dormir escudriñando la imagen impecable,
ese momento que dignificara todo aquel tiempo invertido.
La realidad era un reto difícilmente accesible,
especialmente en su estado de bloqueo espiritual.
Pero la inspiración se podía hacer hueco en cualquier momento.
Y estar alerta le mantenía con vida y deseo.
De repente su gesto esbozó una sonrisa, ilusionante.
En la quietud de la noche, tranquila y silenciosa,
bajo la épica del influjo de una melodía envolvente,
logró descifrar aquella soledad sonora, y toda su inmensidad.
Sus motores sensoriales colapsaron premeditadamente;
y estalló una indescriptible colisión sinestésica,
una conjunción emocional perfectamente orquestada,
propiciada por un deambular mental casi extenuante.
Tras unos minutos su ánimo era ya calmo y sereno,
en paz consigo mismo a pesar de todo.
Asumiendo la situación como quien se deja hacer por su inalterable destino.
La música haciendo su magia, vistiendo el momento;
desmontando el orden natural de lo preestablecido.
Armando el puzle impredecible de la vida.